En las últimas semanas, al ir a trabajo, observé
algo que me pareció curioso al principio, pero a medida que pasaban los días me
sorprendió. Por cierto, entienda que soy de esos afortunados ciudadanos de a
pie que tiene que subir al transporte público para dirigirse a su centro de
trabajo, todos los días.
Tal vez por esa monotonía mañanera no me había percatado
de algo que en las últimas semanas he observado a diario en los usuarios de
transporte público limeño. Por lo menos de los que siguen la misma ruta de
quien les escribe.
Las frías y grises mañanas son testigos silenciosos
del reclutamiento de miles de limeños que desde muy temprano tiene que madrugar
para llegar a sus respectivos centros de trabajo o estudios o lo que sea que
hagan por las mañanas. Quizá, por esa misma atmósfera esos transeúntes no se
percaten del que viaja a su lado, tal vez ensimismados con sus propios
problemas o cansancio. Recuerde esta última palabra.
Uno espera el bus junto a unos treinta (30) individuos
más, que el ojo experto aprende a calcular; probablemente en ese ejercicio y lo
apremiante de la hora y el tráfico, con el transcurrir de los minutos, lo uno
que tiene en mente es: a qué hora llegará un carro.
En ese panorama, y luego de la carrera por el
ansiado lugar en el bus y ya camino a mi destino, me pongo a mirar a mis
compañeros ocasionales de ruta. Una hora y algo más hasta llegar a mi destino
final es tiempo suficiente para mirar a mi alrededor. Una mezcla de perfumes y otros
aromas me acompañan en este recorrido que por momentos empieza a aletargarme.
El poco espacio, los empujones de los que suben o
bajan nos vuelven a despertar, mientras esperamos que el tiempo pase un poco
más rápido o por lo menos que el tráfico no nos haga llegar tarde. Y es curioso
que uno a pesar de emprender el viaje mañanero con antelación tenga esa sensación
de que no le alcanzará el tiempo para llegar al destino.
Es en este trascurrir del viaje que empecé a notar
algo familiar o mejor dicho común en muchos de los viajantes del transporte
público, cansancio. El lenguaje corporal lo dice todo, cabeceamos, nos colgamos
con un brazo del barandal, nos recostamos en el próximo, nos despertamos al
frenar, nos golpeamos con nuestro vecino o, quizá peor, con la silla delante
nuestra.
Por lo menos para mí esto resulta preocupante, y es
por la frecuencia con la que veo esta escena que me animo a escribir esta
situación, que en un ejercicio reflexivo trataré de conectarla con otras
situaciones.
Tenga en cuenta que uno en esta ciudad tiene que
recorrer, la más de las veces, largas distancias para llegar al trabajo y
aguantar el lento movimiento de la hora punta. Recuerde que la mayoría vive en
los “conos” de la ciudad, en mi empírica opinión, y, creo además, que hasta
para los que viven “dentro” resulta medianamente difícil movilizarse.
Sumado a lo anterior, debemos tener en cuenta los
horarios laborales, que en la gran mayoría sobrepasan las ocho (8) horas
consagradas en la Constitución. Si le agregamos un pésimo sueldo, condiciones
laborales deficientes, y el sin fin de situaciones que a cada individuo le toca
vivir, quizá encontremos la respuesta de este mañanero cansancio en los
pasajeros del transporte público local.
Finalmente, mi reflexión es que tal vez esto que
relato no sea de gratis. Me refiero que la situación que en esta ocasión cuento
sirve para mantenernos ocupados, distraídos, casi hasta ahogarnos, en los
acontecimientos cotidianos y, de esa manera, mantener nuestra atención al
margen de las cosas que podrían contribuir a cambiar este escenario.
Tal vez, esta no es una reflexión sobre la ciudad. Es
una reflexión de alguien que vive en ella.
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