domingo, 31 de agosto de 2014

Las mañanas en el bus

En las últimas semanas, al ir a trabajo, observé algo que me pareció curioso al principio, pero a medida que pasaban los días me sorprendió. Por cierto, entienda que soy de esos afortunados ciudadanos de a pie que tiene que subir al transporte público para dirigirse a su centro de trabajo, todos los días.

Tal vez por esa monotonía mañanera no me había percatado de algo que en las últimas semanas he observado a diario en los usuarios de transporte público limeño. Por lo menos de los que siguen la misma ruta de quien les escribe.

Las frías y grises mañanas son testigos silenciosos del reclutamiento de miles de limeños que desde muy temprano tiene que madrugar para llegar a sus respectivos centros de trabajo o estudios o lo que sea que hagan por las mañanas. Quizá, por esa misma atmósfera esos transeúntes no se percaten del que viaja a su lado, tal vez ensimismados con sus propios problemas o cansancio. Recuerde esta última palabra.

Uno espera el bus junto a unos treinta (30) individuos más, que el ojo experto aprende a calcular; probablemente en ese ejercicio y lo apremiante de la hora y el tráfico, con el transcurrir de los minutos, lo uno que tiene en mente es: a qué hora llegará un carro.

En ese panorama, y luego de la carrera por el ansiado lugar en el bus y ya camino a mi destino, me pongo a mirar a mis compañeros ocasionales de ruta. Una hora y algo más hasta llegar a mi destino final es tiempo suficiente para mirar a mi alrededor. Una mezcla de perfumes y otros aromas me acompañan en este recorrido que por momentos empieza a aletargarme.

El poco espacio, los empujones de los que suben o bajan nos vuelven a despertar, mientras esperamos que el tiempo pase un poco más rápido o por lo menos que el tráfico no nos haga llegar tarde. Y es curioso que uno a pesar de emprender el viaje mañanero con antelación tenga esa sensación de que no le alcanzará el tiempo para llegar al destino.


Es en este trascurrir del viaje que empecé a notar algo familiar o mejor dicho común en muchos de los viajantes del transporte público, cansancio. El lenguaje corporal lo dice todo, cabeceamos, nos colgamos con un brazo del barandal, nos recostamos en el próximo, nos despertamos al frenar, nos golpeamos con nuestro vecino o, quizá peor, con la silla delante nuestra.

Por lo menos para mí esto resulta preocupante, y es por la frecuencia con la que veo esta escena que me animo a escribir esta situación, que en un ejercicio reflexivo trataré de conectarla con otras situaciones.

Tenga en cuenta que uno en esta ciudad tiene que recorrer, la más de las veces, largas distancias para llegar al trabajo y aguantar el lento movimiento de la hora punta. Recuerde que la mayoría vive en los “conos” de la ciudad, en mi empírica opinión, y, creo además, que hasta para los que viven “dentro” resulta medianamente difícil movilizarse.

Sumado a lo anterior, debemos tener en cuenta los horarios laborales, que en la gran mayoría sobrepasan las ocho (8) horas consagradas en la Constitución. Si le agregamos un pésimo sueldo, condiciones laborales deficientes, y el sin fin de situaciones que a cada individuo le toca vivir, quizá encontremos la respuesta de este mañanero cansancio en los pasajeros del transporte público local.  

Finalmente, mi reflexión es que tal vez esto que relato no sea de gratis. Me refiero que la situación que en esta ocasión cuento sirve para mantenernos ocupados, distraídos, casi hasta ahogarnos, en los acontecimientos cotidianos y, de esa manera, mantener nuestra atención al margen de las cosas que podrían contribuir a cambiar este escenario.  


Tal vez, esta no es una reflexión sobre la ciudad. Es una reflexión de alguien que vive en ella.